A dos semanas de que los tres países que conforman Norteamérica firmaran el acuerdo trilateral que lleva por nombre en inglés USMCA, expertos en el sector agroindustrial siguen encontrando detalles sobre los cuales tornar la mirada. Si bien es cierto que muchos puntos que eran motivo de conflicto durante los tiempos de TLCAN son ahora causas de celebración, como la remoción de las cláusulas de estacionalidad o el blindaje de iure que los productores mexicanos -bendecidos o maldecidos, como se quiera ver, con menores costos de producción que sus homólogos estadounidenses- contra acusaciones y las investigaciones que de ellas deriven en materia de dumping y otras prácticas comerciales desleales, también lo es que hay puntos que quedaron fuera y debieron tratarse con la urgencia y respeto que la materia merece. Uno de estos temas, en particular, nos atañe no sólo como sector, sino como país: la consideración de los trabajadores del campo, el primer eslabón en la cadena de producción y de abastecimiento, y sus demandas; sobre todo, la diferenciación entre el maíz blanco y el maíz amarillo.
El maíz es un producto del campo que define a México y a su gastronomía, de la misma forma en que el arroz define a países como China o Japón. Hablar de México, en términos agroalimentarios, es hablar de maíz, por lo que existe una necesidad de poner sobre la mesa un tema solicitado directamente por las manos que lo trabajan. Como bien sabemos, existe una diferencia sustancial en cuanto al maíz blanco y el maíz amarillo (o dorado). El primero es producido en cantidades colosales en México, mientras que el segundo es más escaso y es el que se tiene que importar, sobre todo de Estados Unidos. Más allá de la diferencia obvia de su color, ambos maíces tienen sabores y usos distintos; mientras que el blanco es el que se ha usado por siglos en México como parte de su alimentación básica y piedra angular de su cocina tradicional, el segundo es utilizado principalmente para la engorda de animales de granja y como materia prima para la elaboración de biocombustibles, sin dejar de lado su consumo humano. Esto me remite a un principio general del Derecho que reza “igual para los iguales, desigual para los desiguales” lo que, como se puede advertir, sugiere que casos distintos requieren tratarse de manera distinta y, al ser ambos tipos de maíz de distintas procedencias y para distintos usos, debería regularse de manera distinta.
Para poner el tema en perspectiva, podemos referirnos a algunos datos relevantes sobre ambos granos. Mientras que el maíz blanco se produce en cantidad suficientes para el consumo nacional (la producción excede la demanda, por lo que podemos hablar de un producto con un superávit con miras a la exportación), el maíz amarillo es importado casi en su totalidad de otros países, de manera prominente, de Estados Unidos. Las razones para la importación de un producto tan emblemático como el maíz son tan amplias como complejas. En primer lugar, tenemos el hecho de que los productores mexicanos consideran menos rentable la siembra de maíz amarillo, pues, éste otorga únicamente 9.5 toneladas por hectárea, mientras que el maíz blanco da 11, lo que, a simple vista, derivaría en una pérdida evidente de remuneración. Por otro lado, el maíz amarillo es más susceptible a plagas y a cuestiones climatológicas, por lo que existe una renuencia por parte de los campesinos nacionales a adoptar este cultivo. Además de esto, existe la reticencia natural que tenemos los humanos al cambio. Intentar adoptar un nuevo cultivo por parte de comunidades enteras dedicadas al maíz blanco sería el equivalente a querer enseñar una religión nueva a un pueblo, sobre todo en un país en donde el maíz y la comida son sinónimos. No olvidemos mencionar el hecho de que los estímulos gubernamentales hacia los productores de maíz son mínimos y mal regulados; se estima que apenas un millón de los 2.7 millones de productores de maíz reciben apoyos por parte del gobierno. Por último, podemos mencionar dos factores en cuanto a las semillas y el cultivo: en primera instancia, la falta de automatización y modernización del campo, lo que deriva en una producción ineficiente que queda por debajo de la media mundial (el rendimiento promedio de maíz en el país es de 3.17 toneladas por hectárea, 38% por debajo del promedio mundial) y, en segundo lugar, la falta de subsidios y de acceso a la compra e implementación de semillas transgénicas (cuya utilidad, practicidad y eficiencia son innegables, por lo que el tema moral o ético al que se suele referir al tocar el tema quedan para otro tipo de conversaciones). Todos estos factores combinados, junto con muchos otros, provocan que el maíz amarillo sea un producto de importación casi de manera única.
Debido a lo anterior, existen iniciativas, como la propuesta por Kellogg’s por ayudar a los productores de maíz a incorporar la variedad amarilla dentro de sus cultivos. Kellogg’s proporcionan subsidios (237 pesos por tonelada, 7% del valor de la tonelada de maíz), así como capacitación técnica y científica, para que los productores de maíz blanco se sumen a la iniciativa de la empresa por generar producción nacional de este cultivo y dejar de depender de las importaciones. Además de la obvia reducción de los costos de Kellogg’s, quienes importan más de 80% de su maíz amarillo, necesario para fabricar hojuelas del cereal, la compañía tiene la vista puesta en la modernización del campo y en el desarrollo de políticas alimentarias sostenibles. Frente a las deficiencias de las autoridades y las políticas en pro del campo mexicano que se han ido acumulando como una paca de promesas rotas y letra muerta, las empresas han empezado a buscar soluciones viables para generar círculos virtuosos que no sólo ayuden a sus negocios, sino que hagan proliferar la tierra que les alimenta.
Tomando en consideración todo lo planteado hasta este punto, el hecho de que los precios para ambos tipos de maíz sea el mismo, aún cuando uno sea cultivado localmente en su mayoría y el otro sea producto de importación de manera preponderante es para generar preocupación. Sobre todo, si tenemos en cuenta que asociaciones campesinas, como la Alianza Campesina del Noroeste, no fueron consultadas ni participaron del “Cuarto de Junto”, en donde los grupos empresariales de los tres países negociaron este tipo de temas, entre ellos, el Consejo Coordinador Empresarial. Así como en 1994 los campesinos mexicanos protestaron la manera en que fueron excluidos del TLCAN, las mismas voces reclaman atención. Sobre todo, porque el terreno no está nivelado para todos. Mientras que en Canadá y en Estados Unidos los gobiernos ofrecen subsidios multimillonarios para el campo y los productores de granos básicos, el campo mexicano ha sufrido un abandono reprochable por décadas y, cada sexenio, estos males se perpetúan. Esto es especialmente relevante debido a que el gobierno entrante ha prometido de manera incansable la autosuficiencia alimentaria. Claro que, como muchos podrán advertir, antes de pensar en los precios de los productos, tendríamos que replantear los cómos y los porqués, empezando por modernizar los campos y dar pasos hacia la automatización. Mirar hacia los precios sin tratar las deficiencias de la producción sería como tratar los síntomas queriendo curar la enfermedad.
Será cuestión de esperar y ver de qué manera los intereses políticos y económicos moldean el desarrollo de USMCA y de qué manera los productores se ven beneficiados o afectados. Lo que se debería hacer, fuera de ofrecer subsidios y un cuidado al campo mexicano, es ofrecer a los productores pequeños herramientas que les permitan competir con las grandes empresas; si ponemos a su alcance la posibilidad de comerciar directamente sus productos, entonces les estaremos ofreciendo una línea de seguridad lo suficientemente fuerte como para resistir cualquier embate que pueda presentarse. Después de todo, debemos siempre recordar esa máxima que suena a manera de canto de protesta y que es tan cierta como poderosa: sin maíz, no hay país.
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